¡Qué estupidez! Esa mañana se despertó animado, descarado. Había soñado con una luna llena, clara como un farol en noches de primavera, quieta, baja, cercana, como un espejo que solo muestra la belleza de cuanto refleja. Pletórico, se aseó y desayunó con la agilidad de un primate. Abrió las ventanas de su cuarto y ¡oh!, desilusión.
Delante un camión cisterna con tentáculos de goma limpiaba las entrañas de una ciudad que ya hacía tiempo no había engullido nada sino mierda. El motor de bombeo emitía un agudo grito de insecto. Llovía con pesadez y todo era gris. Como en una película gastada, las imágenes se sucedían ya vistas antes. El motor del proyector quedó mudo un momento. Debajo de su ventana, pasaba un grupo de estudiantes, calados hasta los huesos, enfundados en sus banderas. Le recordaron que la guerra seguía, allá a lo lejos, alguien aprovechaba su luna para bombardear otra ciudad. ¿Quién habló de entrañas? Era imposible digerir todo aquello sin ayuda. Encendió un porro y se tomó otro café. Tenía que volver a despertar de aquel sueño.
Recogió la ceniza desperdigada. ¿Bajar a por el periódico? Qué tontería. Dejó sonar el disco del hombre de cara volcánica que le cantaba a un viejo boxeador del siglo pasado. Lamentó que fuera tan pronto como para anestesiarse, tan tarde para cambiar. ¿Tan fuerte puede ser el sufrimiento de los demás que pasaba a él?¿O es el propio, no compartido y guardado celosamente como se guarda un cadáver y del que no huele su corrupción?
Dylan/Josín
02/04/03